En el marco actual que la tecnología vive, con una incesante dinámica en donde el segundo que llega, ya también conoce su fin sin conseguir desarrollarse de la manera apropiada, hay un cambio radical que sucede desvergonzadamente en la televisión, en el cine y en el teatro. Ya quedó en el pasado la sed de intriga por un próximo capítulo porque no hay que esperar más de cinco minutos para que la continuación de un episodio se transmita en las plataformas. No hay paciencia para la duda y, a lo que se lo denomina con novedad, también se le está anunciando su muerte con tal afirmación. Somos la generación que desconoce del tiempo porque el tiempo ahora lo inventamos nosotros.
Hay una rapidez que ayuda a no ver lo que está pasando en el mundo para que la angustia no sea tan potente, hay un miedo al envejecimiento y, cuanto más rápido pase el tiempo, menos segundos vamos a estar parados en un mismo escalón para ver las luces que nos alumbran. Se vive esquivando la resaca de una realidad cuyos colores han perdido su saturación. Y así nace la nostalgia por las décadas pasadas donde estos miedos no existían porque las reglas de juego eran diferentes.
Ahora bien, en tanto se suspira por aquellos años cuya única cercanía es una prenda de ropa, o un programa de televisión, a su vez se sueña con el regreso de esos momentos con los errores que creemos necesarios corregir. Y así, nace la deconstrucción, tratando de ser mejores, y explicando a quienes le pifiaron, por qué las cosas que hoy están mal, son así por esos deslices. Hay ciertos hitos y shows que juegan al papel de referente de esas décadas, hay recuerdos amenos que ayudan a revivir olores de escenas doradas. Mas también hay lo que llamo desmomentos, es decir, sucesos que solo sirvieron para desintegrarnos.
De esta manera es como empiezo a llegar al punto de esta nota, y es porque, entre tantos personajes característicos de esos tiempos más sencillos, algunos se han perpetuado fácilmente en el avance social para ver con ojos críticos las fallas y lecciones de hace veinte años atrás. En esta reciente entrevista hablamos con Federico D’elía sobre cómo la televisión, y la industria del entretenimiento, vivió su progresión en base a cómo afectó, asimismo, la progresión de una sociedad pos 2001.
Federico D’elía, también conocido en el corazón de muchos como Mario Santos, es un actor y productor oriundo de La Plata cuya aspiración por la actuación apareció ya desde su novata juventud. Igual que su padre, cuenta de una carta de presentación tan extensa como creativa, recorriendo teatros, utilizando tacones, y llevando a cabo simulacros para ayudar a quienes están al borde de tocar fondo. En su destreza, ha sido partícipe de muchas novelas referentes de los noventa, así como Campeones, Carola Casini o Verano del ’98. Sin embargo, también ha conseguido desenvolverse en trabajos televisivos más recientes, tal como Esperanza Mía, y a su vez adaptarse a las reglas de juego de este siglo, trabajando en series como El Mundo de Mateo, un unitario cargado de suspenso.
Al comenzar la charla con el artista platense, discutimos los cambios estructurales y culturales en la industria televisiva:
“Son cosas diferentes. Te diría que está como medio desapareciendo el tema de la novela, no tanto en países como Brasil porque eso es muy fenómeno, pero acá fue desapareciendo el estilo. Antes eran culebrones, historias de amores imposibles, el rico y el pobre, había un montón de esas cosas que era fantástico. Había en la tele a la tarde, a la noche, y las veías. El mundo de Mateo, o mismo Los Simuladores, empezaron a ser unitarios, y ahora El mundo de Mateo se hizo serie porque claramente están pensadas para ocho, seis, diez capítulos, y terminar, y a lo mejor hacer una segunda temporada o una tercera. Entonces hay una diferencia de formatos fundamentalmente. Formatos que no apuntan a un público cautivo o constante de la tele, sino que ahora la veo cuando quiero, me la puedo bajar en alguna plataforma y yo elijo el horario. Además, las novelas y todo lo que es la televisión abierta perdió un poco de magia y un poco de todo, está desapareciendo. En cambio las otras cosas están buenísimas, van ganando mucho en calidad, tenés mucho más tiempo para laburarlas. A mí me tocó la época en la que los libretos te los iban dando día a día en las novelas. O sea no tenés tiempo de nada, aprendés la letra, la vas diciendo. Lo que reina ahí es el oficio, si tenés oficio más o menos la vas piloteando.”
Y mientras se analizaban los formatos que ahora priman en la afición, fue imposible pasar por alto la capacidad que las generaciones actuales tienen para derribar los muros de la censura, y cómo aun hay un camino largo por recorrer:
“Se habla más libremente de un montón de cosas, pero también hoy hay mucha restricción. A mí me da un poco de bronca porque en todo lo que tenga que ver con el arte, no debería existir la censura. La censura es del espectador, a no ser que hagamos apología de algo, pero después me parece que hay que mostrar… Cuando leí lo de Lo que el viento se llevó, no lo podía creer. Digo, dejame verlo para yo tener una opinión y decir yo “che, qué desastre en aquella época las cosas que se decían.” Pero es un tema que creo que va a seguir con la humanidad, es así. Hay cosas que a vos te gustan, que a mí no, y están los que son más intolerantes y piden que como no me gusta, no esté. Mejor que la gente empiece a pensar qué es lo que quiere y lo que no quiere ver.”
Sin pasar de largo, hablamos sobre Los Simuladores, uno de los programas más aclamados del comienzo del siglo, cuya adoración lejos está de caducar. Todo lo contrario, cuanto más tiempo pasa, más abrazada es por todo tipo de público: desde la generación Z y la X hasta, obviamente, quienes vieron los capítulos la primera vez que fueron emitidos en vivo por televisión:
“Les pasa exactamente lo mismo. La diferencia de ahora es que en aquel momento no estaban las redes, entonces había una cosa más artesanal del comentario. Hoy es más voraz, más masivo, entrás en cualquier lado, ponés algo y hay un rebote automático. Antes era encontrar los nichos. Yo sabía que el programa explotaba, que era genial, que a la gente le gustaba mucho y que al otro día de que lo enviaban, charlaban del programa. Pergolini, en su programa de radio de Rock & Pop, todos los días después de cada capítulo que se emitía de Los Simuladores, al otro día arrancaba el programa hablando por lo menos media hora, cuarenta minutos del capítulo, siempre. Había una cosa de disfrute más artesanal. Hoy lo ven setenta veces, lo repiten todo el tiempo, deben saber vida y obra, se acuerdan de todo. En ese momento había algo que era un poco más mágico tal vez, pero en cuanto a lo que les pasa es lo mismo. Esa sensación de no sé qué es porque la verdad nunca pude descifrar muy bien qué pasó con Los Simuladores, pero esa sensación que te pasa a vos es la misma que le pasaba apenas sentía la persona que le gustaba.”
Y acá me doy el gusto de admitir que Federico D’elía y yo compartimos el hecho de que nuestros capítulos preferidos de Los Simuladores, sean los mismos:
“Uno que me gusta mucho, justamente, es en el que laburó mi viejo: el de Feller. Otro que me gusta mucho es el de Los Impresentables. Hay algunos que no me gustan tanto, pero rescato siempre algo. Por ejemplo, los que no me gustan tanto son el de Paul McCartney; no me mata, pero reconozco que tiene cosas muy divertidas. Y tampoco me mató el de la anorexia y la bulimia, pero mirá vos, porque digo “qué valiosos que fueron” porque hablaban de temas importantes. Fue un capítulo que no me mataba, pero la verdad que fue adelantado, fue un tema que después se empezó a hablar mucho, el de matrimonio mixto también me pasó algo similar, pero lo veo y digo “era una superproducción, parecía Hollywood, una cosa espectacular” y lo veo hoy y me divierte mucho más. Qué sé yo, depende del momento de cada uno lo que me pasa con cada uno.”
Los Simuladores, además de ser divertido y original, siempre tuvo y tendrá de interesante el humor inteligente, rápido y ágil que contenía, que gracias a esa sensibilidad y perspicacia, se alzó la voz para problemáticas que en aquel momento eran invisibilizadas o bien naturalizadas. Injusticias como corrupción policial (S1E11), o conflictos sociales como la anorexia (S2E9), o la violencia de género (S2E2) fueron retratados de manera cautivante y cruda en la producción de esta serie:
“La verdad es que eso es mérito absoluto de Damián Szifrón que muchos capítulos tenían un ojo de verdad muy adelantado. Después se empezó a hablar mucho de eso, ese es uno de los casos. Está el de la prepaga, por ejemplo, que también se habló mucho después de eso. Damián tiene esa sensibilidad que, en el momento que lo hacíamos, no pensábamos eso. Él veía algo y por eso se mantiene tanto tiempo. Creo que la gente necesitaba un superhéroe nuestro, no que aparezca Superman. Acá sí los tenías, de hecho nos llegaron muchas cartas de gente que quería que les resolvamos problemas de verdad. La gente mezclaba un poco eso y creo que eso fue uno de los puntos que hoy ya no pasa.”
En el cierre de la entrevista, le pedí a Federico que nos diera una recomendación acerca de dónde poner el ojo, en cuanto al ámbito artístico, qué no está ganando la atención que se merece:
“El teatro. Lo que pasa es que con el teatro hay que entrenarse, hay que entrenar a la gente para que vaya a ver y también es una obligación nuestra hacer que vaya. Los pibes casi no van al teatro, no tienen esa costumbre. En la etapa de los once, doce años, diecisiete, no hay casi obras para esa gente. Entonces ahí se arma un cuenco donde perdés interés, y lo inmediato de la tele, los juegos de la computadora, hacen que dejemos eso de lado. Entonces nosotros tenemos que hacer cosas para acercarle al público y el teatro es maravilloso. Me parece que si son curiosos, lo mejor que te puede pasar es ir mucho al teatro y ver muchas películas, muchas. Agarrar algún director, elegirlo y ver cómo filmaba este tipo, para ver cómo pone la cámara. En la tele es más difícil encontrar una cosa así. La tele es más del momento, es como pasantista, es raro que exista algo que digas “míralo porque no te lo podés perder.” Tal vez las series, sí. Para mi hay que ser curioso y mirar.”
Se ha aprendido mucho sobre nuestros errores y de ellos surgen las versiones “bien hechas” de las cosas. Algunas no fueron descuidos y sí fueron esa pequeña luz que se asoma en una grieta para recordarnos que las cosas malas tienen un final y está en nosotros hacer que esa luz sea aún más fulgente. En tanto se evocan los días donde caminar una cuadra era más sencillo, se agradece que las iras escupidas hayan sido el disparador para nuestro hartazgo y afán de corregirlo todo.