Melodrama de madre y música popular
Dos mujeres se posicionan frente a un espejo observándose la una a la otra. Solo vemos el reflejo de una de ellas mientras la otra mantiene en secreto su identidad. Y así se abre paso al juego de la dualidad entre la mujer que anhela ir más allá de los lineamientos que atraviesan su vida -una mujer dividida por su rol de madre con una profesión que no la satisface- y el ansiado sueño de convertirse en una de las voces más representativas de la música popular argentina.
Lorena Muñoz (“Yo no sé qué me han hecho tus ojos”, “Los próximos pasados”) reconstruye parte de la vida de Miriam Alejandra Bianchi y traza su camino hacia la transformación y consagración como Gilda, dentro de un híbrido genérico entre la biopic y el musical.
Más allá de este dúo de géneros aplicados a la trama, el peso del trasfondo abarca en torno a los acontecimientos que giraron alrededor de la vida de la cantante, y la construcción de una figura venerada a través del significado de sus canciones y santificada por el público popular no hace más que asentar su argumento desde la perspectiva de un puro melodrama de madre.
En cuestiones de género cinematográfico, si miramos hacia atrás en la historia argentina, el melodrama supo forjar las bases de la década de oro en la cinematografía de nuestro país. Historias de anhelos en su mayoría inalcanzables y la clara postura marcada a través de la diferenciación de clases sociales con la dicotomía «ricos vs. pobres» derivan en una construcción de valores morales afianzados en un determinado estatus social. El melodrama inclina la balanza y pone el foco en las problemáticas que atraviesan al pobre y sus carencias frente al rico que lo tiene todo, pero carece del amor familiar, entre lealtades a la clase y una moral inquebrantable que, en términos del género, le son atribuidas al sector más golpeado socialmente.
Si los personajes melodramáticos tienen cierta libertad en sus aspiraciones y emprenden la búsqueda por alcanzar su deseo, el género siempre demanda una transacción implícita: el precio de la transgresión a los códigos preestablecidos a nivel ético y moral. En el melodrama de madre no hay lugar para la excepción por dichas aspiraciones al éxito de los deseos (e incluso su obtención). Al convertirse en mujeres que rompen el molde culturalmente impuesto, al despojarse —de cierta manera— del rol materno y del ámbito familiar, pagan con el castigo del sufrimiento y de la pérdida de aquello que más se quiere.
En “Gilda, no me arrepiento de este amor” el melodrama atraviesa la vida de Miriam (Natalia Oreiro) representada entre las paredes del hogar, la cotidianeidad en su función como madre y esposa, y la rutina laboral encasillada dentro del delantal de maestra jardinera que esconde debajo a una Gilda que está a punto de emerger.
Es ahí cuando el deseo de saber qué se siente hacer algo diferente –en palabras de Miriam hacia su marido Raúl (Lautaro Delgado)- la impulsan a dar los primeros pasos a la oportunidad de alcanzar su sueño y convertirse en cantante, donde van a ser las letras de sus canciones quienes manifiesten y pongan en palabras los sentimientos que la atraviesan a lo largo de su camino por la música y cómo esto repercute en su vida personal.
La música popular a través de los factores de su composición -ritmo, melodía, letra y demás elementos técnicos que acompañan la tonalidad de la voz cantante- tiene la capacidad de atribuirnos ciertas vivencias respecto a lo emocional; experiencias que nos traspasan de manera vehemente, experiencias que nos importan y que, con su significado afectivo, nos interpelan porque, en conceptos planteados por el musicólogo Simon Frith (2001), las funciones sociales de la música están asociadas a cuestiones de identidad individual y de posicionamiento social, lo que nos habilita una manera de generar un balance entre nuestra vida emocional pública y privada derivando en la formación de una memoria y representación de una identidad colectiva.
En el film, las canciones compuestas por la misma Gilda están ubicadas de tal manera que los simbolismos (o significados) que contienen sus letras acentúan y complementan el ritmo dramático de la narrativa respecto a su vida, tanto en sus comienzos como en su final. A lo largo de la trama se representan sus hits más conocidos (Paisaje, Noches vacías, Te cerraré la puerta, No me arrepiento de este amor, Fuiste, Tu cárcel) y presenciamos el origen de sus composiciones. Más allá del repertorio mencionado, existen otros temas puntuales que llevan un hilo conductor que sostiene y consigue englobar los aspectos del melodrama a través de la palabra y la voz de Gilda.
La primera parte de la película nos lleva a transitar sus primeros pasos haciéndose lugar en el ámbito de la música enfrentando las exigencias de la industria respecto su aspecto físico y forma de ser, de los prejuicios impuestos acerca de su origen en el barrio de Devoto, así como cuestiones que hacen notar que “no es del palo” hasta adentrarse de lleno en el desconocido mundo de la noche de la movida tropical. En casa, el panorama es similar: las fisuras en su matrimonio empiezan a instalarse con los reproches de un marido inmerso en una postura machista casi infantiloide cargado de una subestimación hacia la labor de la mujer que tiene a su lado, junto con el significado de sus canciones y el cambio que lo desestabiliza.
Como función de la música popular esto se resignifica y vuelve canción a Corazón herido, donde Gilda manifiesta en sus versos y se autodefine mediante los acontecimientos que ocurren en su vida hasta ese momento. A través de una secuencia que dura toda la canción, Gilda sube al escenario frente a un público tímido en sus comienzos pero que, a medida que la secuencia avanza recorriendo diferentes shows, crece acompañando con euforia y aplausos, al compás de la música, la presencia de Gilda y su canción. Una canción que habla de una Gilda que carga con el peso de una infelicidad y soledad cada vez más presente, expone sus sentimientos y sufrimientos al hablarse e identificarse a sí misma en la letra de su música. Una Gilda que enfrenta lo que tiene en casa, el reproche de sus hijos por la ausencia de su papá -y la ruptura familiar convencional- por dejar atrás aquel de paraíso que supo tener y del cual la luna fue testigo, pese a que ahora sea momento de que su corazón herido no llore más, aunque en reglas del melodrama, es el precio de su anhelo lo que Gilda está pagando.
En el camino del ascenso las trabas continúan, las recaudaciones no hacen más que beneficiar a algunos productores y el peligrar de su vida aparece como una advertencia implícita. Las puertas se cierran, pero con sus seguidores ya ganados siempre van a existir lugares donde quieran seguir escuchándola, inclusive en la cárcel de Devoto porque no hay frenos que puedan cortarse en su camino que va desde un corazón a otro corazón valiente.
Y no me importa nada porque no quiero nada / tan solo quiero sentir lo que pide el corazón… dice la letra, precisamente cuando todo lo vivido queda atrás y parece que su vida personal se encamina. Esto se alinea con su momento artístico donde surgen las entrevistas en radios barriales, los encuentros con los clubes de fans a la salida de cada show y del estudio donde acaba de grabar la canción, la consagración y la premiación a su disco dentro de la movida tropical. Los deseos de un amor verdadero del que no se arrepiente, producto de aquel corazón valiente que finalmente obtiene su recompensa y abraza el arte de la música sin obstáculos.
En la parte final de la película, Lorena Muñoz presenta dos situaciones en paralelo. Es en la vuelta de su último show donde vemos a Miriam y a Gilda haciendo trastabillar los códigos del melodrama, unificando en una sola figura su rol de madre y la figura de la cantante popular. Una madre reunida con sus hijos, su madre y sus músicos, cantando juntos en la ida y en la vuelta del que fue su último show en el film. Una Gilda/Madre protectora de quienes ama, plasmada en un acto maternal de dar calor y confort en medio de la noche. Un acto de amor verdadero que despliega las alas y envuelve el espacio donde ahora se reúnen familia y canción: una canción que asciende al corazón de una memoria colectiva.
En la segunda situación estamos en —a modo de homenaje— su último show: Gilda recorre, vestida de blanco impoluto, un largo pasillo cargado de claridad. El sonido de sus pasos reverberan mientras avanza al final del camino para ascender al escenario hasta su público que espera y la recibe con ovación. Las llamas de incontables encendedores apuntan al cielo y el espacio se invade por un silencio donde únicamente el latido de Gilda en el micrófono, la contemplación, admiración y respeto de los fanáticos por su figura, tienen lugar. Asistimos a la intimidad de un rito, cuando entonces empieza a sonar No es mi despedida. El recuerdo, la permanencia en las cosas que compartimos, la promesa de un “volveré” y el pedido de un “no me olvides” tras su fallecimiento me derivan a repensar a Gilda desde otro lado, sumado a su figura y a lo que su paso por la música popular argentina significa al rememorarla y rememorarnos, en algunas de nuestras historias personales de la mano de sus canciones.
Repensar la figura de Gilda como un nexo entre clases que aún permanece vigente, desde la mujer de Devoto rompiendo prejuicios de clase y la maestra jardinera que comenzó siendo, a una de las representantes de la música popular que transgredió los mandatos establecidos convirtiéndose en una figura nacional de la cual su fallecimiento no es más que una pausa en nuestra vida, una pausa que se desactiva al recordar, hacer sonar y cantar su música.
Buen texto, bien estructurado y profundo. Me gusto mucho el final, creo que tiene las palabras justas y claras para emocionar y reflexionar.